Hay un hecho que me resulta insólito en mi vida y es que cuando yo nací no había televisión en mi casa. No recuerdo muy bien la cosa pero la primera tele, marca General Eléctrica Española, debió de llegar cuando yo tenía cuatro años porque series de los años sesenta, como Embrujada, La Familia Monster y Star Treck forman parte de mi vida. En esa TVE, que era muy precaria y cutre, había un espacio que se llamaba Minutos Cómicos que, como muchos otros, tenía de cabecera un cartón donde aparecía el nombre del programa a secas (recuerdo que había otros cartones donde ponía "Intermedio", "Han visto ustedes tal programa"... ). Su duración era indeterminada, podía durar media hora o unos minutos según conviniera a una programación que, me pega, tenía mucho de improvisación. Recuerdo, incluso, haber visto alguna vez la mano que ponía y quitaba el cartón de un atril.
El contenido del espacio eran cortos de cine mudo. Y así, además de hacer pandilla con Endora y Tábata, Lily y Geman Monster y de viajar en el Enterprise o conocer a los selenitas de carne y hueso, también intimé de risa con el Gordo y el Flaco o Buster Keaton o con un birollo del que no sé su nombre pero al que le caían tortazos y tartazos por todos partes sin que se le inmutara el gesto.
Esta primavera pasada, en un ataque de nostalgia de aquellos Minutos Cómicos propicié un encuentro con "Charlot Patinador", un corto guardado en el saco de mi niñez del que sólo recordaba los ecos de mis risas. Y después de más de cuarenta años volví a reir a carcajadas y me reconocí de pequeña viendo sola en el sofá rojo de mi casa de la infancia aquella historia con un personaje brillantemente tontorrón. Fue un encuentro adorable y tierno, desternillarse de risa con todo el cuerpo es una sensación total y crea mono. Y, claro, quise más y más Chaplin y me comí todo lo que pude y reí y lloré.
Y quise saber y me enteré de que había nacido en plena época victoriana (aunque no consta documentación oficial de su nacimiento, Charles Spencer Chaplin nació en Londres el 16 de abril de 1889), que sus padres habían sido artistas de music-hall y que había tenido una infancia muy dura y desgraciada, un niño criado en la miseria. Su padre, alcohólico, lo abandonó antes de que cumpliera un año y murió cuando tenía doce. Charlie tenía un hermano por parte de madre cuatro años mayor que él y desde muy pequeño se pasó largas temporadas separado de su familia y recluido en orfanatos para pobres. A su madre, a la que adoraba, el fracaso profesional, la falta de dinero y la desnutrición le transtornaron la salud mental y estuvo ingresada en sanatorios psiquiátricos en diferentes periodos de su vida. Su triste pero exitoso debut artístico fue a los cinco años. La escuela creo que la olió un poco por encima.
Aún partiendo en la vida con todo en contra, Chaplin supo conmovernos con la risa, también con el llanto. Su personaje de Charlot (apodo utilizado en España y Francia) es más que la pantomima de un vagabundo porque en Chaplin existía dolor y a partir de si mismo creó obras maestras. Fue un artesano de su cine, creador de magia, profundo conocedor de las relaciones humanas, torrente de sentimientos y de humor, interprete, director, escritor, músico, ambicioso y libre, la primera gran estrella mundial que saboreó una gloria desconocida para ningún otro antes que él, un genio que supo estar al lado de los perdedores y que quiso despertar conciencias ejerciendo siempre la crítica social y que fue fiel a su origen.
El prestigioso cardiólogo Valentí Fuster, dice que la receta para ayudarnos a afrontar los retos de esta frenética vida se resumen en cuatro puntos: Uno, regalarse a uno mismo tiempo para pensar; Dos, encontrar el talento que cada uno llevamos dentro; Tres, transmitir positividad; Cuatro, ser generosos con los que vienen detras porque el futuro les pertenece.
Charlie Chaplin es esta receta.
Este maravilloso tocado con tendal lo lleva uno de los payasos de su película muda El Circo (1928)
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